lunes, 27 de enero de 2014

Carlitos

A Ranulfo


Casi puedo ver a Carlitos corriendo por Insurgentes, por Álvaro Obregón, enfundado en su trajecito de tenis y llorando camino al edificio de Jim. Hoy no busca resucitar a Mariana; hoy busca a José Emilio. Quiere encontrarlo, saber que no está muerto, que ese hombre que le dio la vida ahora la ha perdido.

Llora porque tendrá que olvidar otra vez ese dolor del que ya nadie puede tener nostalgia. Sigue sin entender que todo tenga que pasar como pasan los discos en la sinfonola. De algo estamos seguros: José Emilio ha muerto. Ya no cumplirá ni ochenta, ni noventa, ni cien años.

                                                                 ~

Él me regaló a José Emilio cuando más lo necesitaba; tenía 15 años y un amor inmenso por su baja estatura, su piel morena, la línea que dibujaba su nariz y esa voz que esta noche escuché de nuevo. Mi maestro de español.

Hoy escuché de nuevo su voz diciéndome que me agradecía que lo quisiera y que sería el hombre más afortunado del mundo si pudiera corresponder. Es el día en que le dije que lo amaba. Me sentí temblar de nuevo en su abrazo y las lágrimas rodando por las mejillas. 

Ese mismo día, me dio uno de los mejores regalos que me han dado en la vida: José Emilio Pacheco y sus Batallas en el Desierto. Esa tarde terminé el libro, lloré y comprendí muchas cosas; Carlitos fue mi apoyo, el hombro en el que lloré y quien me ayudó a entender mi primer amor.

José Emilio fue mi terapeuta; dormía con el libro debajo de la almohada, me acompañaba a todas partes. Estuvo conmigo un año más tarde cuando mi maestro se suicidó. Si él viviera, tendría 53 años.

Ya no sé cuántas veces he leído Las Batallas. No sé cuántas veces más la leeré. Hoy he perdido a un poeta que sin saberlo me conocía como pocos me conocen. Hoy perdí a un gran amigo. 

Hoy se me murió José Emilio Pacheco.

sábado, 25 de enero de 2014

La muerte más estúpida

Siempre he pensado que moriré de la manera más estúpida.

Una vez soñé que iba caminando por la calle con mi hermano y de repente, me resbalaba en una bajadita de la banqueta de una calle de La Condesa. Caía cuan pesada soy y mi cabeza recibía todo el golpe. Mi hermano me ayudaba a levantarme, yo me tocaba la cabeza porque la sentía mojada. "Debe ser por la sangre", suponía hasta que veía mi mano llena de masa encefálica y sangre. "Mira, me abrí la cabeza. Me voy a morir", le decía a mi hermano mientras nos reíamos. Vaya pendejada.

Seguramente me atragantaré con algo de comida o agua. Desde que me retiraron las amígdalas, tengo la predisposición a ahogarme con cualquier cosita, ya sea una gota de agua o una migaja. Esa es otra opción, morir asfixiada. Vaya drama.

Siempre he pensado que moriré de la manera más estúpida. Así, rápido, que no le hallen ni pies, ni cabeza, ni una explicación. O tal vez me mate el cáncer de pulmón por fumar y sea cierto lo que dicen las cajetillas de cigarros.

El medio hermano de mi padre, uno de mis tíos favoritos, murió de un regaderazo. No, no se resbaló: un día decidió ahorcarse en la regadera. En lugar de suicidio, prefiero pensar que mi tío murió de un regaderazo y no quitándose la vida. Así lo hago para sonreírle a su recuerdo.

Espero que la gente piense así al contar mi muerte y que al final, no puedan seguir contando la historia porque los mate un ataque de risa.

Siempre he pensado que voy a morir de la manera más estúpida. El tiempo me dará la razón.


miércoles, 15 de enero de 2014

¡Al carajo!

Llévatelo, no lo quiero tener cerca.
Mételo en una cajita, pierde la llave.
Enciérralo en una botella, tírala al mar.
Entiérralo, ahógalo, destrúyelo, quémalo,
rómpelo, bórralo, ráyalo, escribe, pinta sobre él.

No lo quiero ver, oler, presentir.
Derríbalo, construye una gran casa, un edificio,
un gran zócalo.
Echa cemento, cúbrelo, vuelve a derribarlo.
Minimízalo, sintetízalo; no lo quiero ver.

Derrámalo en la coladera, deja que corra el agua,
que se diluya mucho al carajo.
Aplástalo, aplánalo, mételo en un sobre y mándalo lejos.
Sin remitente, sin dirección ni apartado postal.

Llévate lejos este peso que se hunde en el pecho,
que no deja respirar.
Ni quien quiera saber de él.