domingo, 17 de febrero de 2013

Más que a nada en el mundo

No sé, no sabría decirle cuál mirada me gusta más de ella.

Conocí la ternura desde la primera vez que la vi a los ojos, esa tarde en el Centro cuando nos detuvimos a escuchar al organillero. "Me fascina el sonido que soplan esas máquinas, me impresiona tanto o más que cualquier invento del hombre", decía.

Amo también el recuerdo del brillo en sus ojos cuando la veía de reojo en el cine; por la intensidad con que iluminaba toda la sala, podía saber qué tanto le gustaba lo que veíamos. Eso y acariciar su rodilla en la oscuridad hacían que el silencio valiera la pena.

También sus ojos, perdidos entre las letras de un libro, me llenaban la vida.

Ellos, tanto como su boca eran mi mundo. Su abrazo, la manera en que hundía su cabeza en mi cuello, eran mi momento de felicidad cada día.

Todo lo que ella hacía era una maravilla; su mente llena de ideas e inteligencia hicieron que me olvidara de todo, hasta de mis tristezas casi milenarias.

Si ella estuviera a mi lado, tal vez le diría que la mirada que más extraño no es la de mi madre, sino la suya cada vez que hacíamos el amor y permanecíamos desnudos, callados uno al lado del otro. Eso es lo que extraño más que a nada en el mundo.

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