Tarde o temprano, te observas en el espejo y te das cuenta de tu propia existencia; esa existencia es finita: las arrugas aparecerán inevitablemente, los dientes se caerán, perderás el cabello, el oído y la vista.
Por ahí de los treinta y con un poquito de visión, imaginas cuál de tus vicios te llevará a la muerte: tal vez abusas del cigarro, de la comida, del alcohol o de las situaciones peligrosas en las que te metes porque la vida es aquí y ahora. O de plano no abusas de nada y sabes que tarde o temprano te vas a morir de aburrimiento.
No estás preparado para nada más que para tu propia muerte si eres honesto contigo mismo.
Puede que un día te digas: "Si muero esta noche, no hay problema. Me voy en paz".
Es la muerte de los otros la que duele. Se va tu abuela, tu madre, tu padre o tu hermano. Se va ese perrito que adorabas. Todo se muere tarde o temprano.
Todos se van, por enfermedad o por edad. Te repites mil veces que era lo mejor, que ya está descansando (que se adelantó a esperarte y cuidarte desde el cielo si te aventuras a creer), pero en el fondo hay algo que no te deja descansar.
¡Eran tuyos! ¿Por qué te los quitan? No podemos dejar atrás el egoismo, porque somos humanos y nos corre la sangre por las venas. Porque se te hacen más pesados los recuerdos, porque con ellos se derrumban tus planes y te dejan como un niño desamparado.
Hay muertes que te dejarán un poquito roto para siempre, que no se te olvide.